sábado, 16 de mayo de 2015

Ella estaba peinada de tango y olía a tango su ropa y su cuello de muñequita tanguera. Su cabello lunar y su cinturita quebrada al dos por cuatro revivia cualquier bordado infierno. Tanto es así que de los bondadosos sombreros, bien arrabaleros, salían milongueros conejos con rosas rojas en sus bocas que escupian sus pétalos al centro de la pista cuando ésta quedaba totalmente azul bajo un cielo oscuro de bil neón. Necesario y claro invento a la hora del trémulo encuentro o del silencioso recuerdo. Eso era la vida. El triangulo. No había otra cosa porqué estar vivo. Jueves y tango. A veces, cuando la suerte o la noche llamaba a la poesía, caían en circulos redondas y violetas gotas que bañaban las calles, los autos y a los perezosos paraguas. Los caminantes tangueros, rumbo a la esquina del tango, brillaban al cuadrado. Estrellitas anónimas como todo fenómeno celeste salpicando el humo del momento. Porque ese era el momento. El momento de las corcheas. Cuando las gotas casi invicibles e impalpables, cual lúgubre escena de cine mudo, encendían el fuego de los bailarines, de los paraguas, de la suerte, del humo de los jueves y del trago. De Ella. Sobre todo de Ella. Porque todo esto es para Ella. "La despeinada del tango" tocando con sus ojos cerrados las gruesas cuerdas de su crudo y por momentos cruel contrabajo. Sus musicales labios humedos por la sal de sus pentagramados ojos parecían moverse y moverme; bailar y bailarme, llorar el espasmo. Pero no, estaban quietos. Religiosamente quietos, esperando, quizas, el momento oportuno de saltar la octava desde el molino y morder con fuerza de caracol la rosa roja de su falda y escupirla a la pista, devolverla a su sitio. Claro, al pululante hormiguero. Al conejal. A la sal. Al mundo de los cigarrillos y de los oreados sombreros de júpiter.

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